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Toalla, bañador de repuesto, camiseta, juguetes, agua, algo de picar, flotadores, crema solar, pañales, toallitas, etc. Multiplica todo esto por el número de niños que cada cual tenga y añádele algún que otro efecto personal del adulto como las gafas de sol, el móvil y las llaves, y te encuentras con al menos un par de bolsas enormes que pesan un quintal. Luego tienes que desplazarte a la piscina portando los bultos y guiando a los niños hasta allí intentando que no se pierdan o escalabren por el camino. Cuando llegas lo colocas todo y probablemente haya alguna cosa que se te ha olvidado coger. ¡No falla nunca! Luego está la parte del piscineo en sí, pero a eso le dedicaré un post enterito otro día.
Acabamos de volver de vacaciones de Santander, un precioso lugar que lo reúne todo: playa, montaña, ciudad y pueblos preciosos alrededor. El paisaje es hermoso y refrescante a partes iguales, debe su verdor a lo que llueve a lo largo de todo el año, verano incluido. Así que cuando estamos allí no nos queda otra que añadir a la “mochila” camisetas de manga larga por si refresca y chubasquero por si llueve. No es de extrañar que a la vuelta de las vacaciones pidamos cita en el fisio para intentar reparar nuestra maltrecha espalda que ha tenido que acarrear medio armario, media nevera y un sin fin más de enseres.
Hoy llueve, hoy no bajamos a la piscina, mi salud física lo agradecerá, la mental aquí encerrados, creo que no tanto. Ahora están discutiendo y peleando por los juguetes. Como suele decirse, “nunca llueve a gusto de todos”.
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