lunes, 27 de septiembre de 2010

EL VALOR DE LA EMPATÍA Y EL RESPETO

Leo una carta de un lector de un periódico en la que le “echa la culpa” de la falta de esfuerzo de los adolescentes a los padres “superprotectores” (creo que lo que quería decir es “sobreprotectores”…)
que “se doblegan ante las peticiones de sus hijos”.Y pone como ejemplo: que ellos marcan los horarios, las comidas… para terminar obligando a los abuelos a llevarles la mochila, a sus madres a cocinar, etc.
Según él, los niños siempre se salen con la suya (en esa guerra permanente, que parece obligado entablar siempre entre las distintas “facciones” de la familia, es decir entre adultos e infantes).
Termina diciendo que dichos jóvenes tendrán muchos problemas para “enfrentarse a la frustración del fracaso antes nunca vivido”.
Creo que este lector se equivocó al elegir el ejemplo de la comida y los horarios, pues aquí no radica la causa de los problemas que plantea, si no más bien la solución.
En contra de lo que opina este señor y mucha otra gente, creo firmemente en la lactancia “a demanda” como base para forjar un carácter fuerte y seguro.
Un bebé no tiene más control sobre su entorno, que el que se deriva de su capacidad para reclamar comida y presencia a través del llanto. Si ese llanto obtiene respuesta, se sentirá seguro y satisfecho.
Obligar a un niño que no se puede defender, que no puede escapar, a comer o a no hacerlo, o a cualquier otra cosa es un abuso, que mina su autoestima y le dará a entender que “él no importa” y que es lícito imponer su voluntad a los demás, aunque cause sufrimiento con ello.

El ser humano posee algo maravilloso que se llama capacidad de autorregulación.
Pero si no se desarrolla, dicha capacidad se pierde.
Un niño debería poder dormir cuando tenga sueño y comer cuando tenga hambre.
Estas son necesidades fisiológicas propias de cada individuo, en las que no deberían intervenir ni la educación ni la cultura.
Sometiendo a los niños a una “disciplina prusiana”, no se consigue formar personas sino crear muñecos, robots sin criterio, fáciles de manipular.
Imponerle a la fuerza qué, cuánto y cuándo ha de comer, no permite al niño aprender a reconocer sus necesidades y por tanto a satisfacerlas.
Así de mayor, sus prioridades no serán las suyas, sino las de alguien cercano y “poderoso” que sea capaz de influir en él.
Y tomará drogas porque un amigo le invita y no es capaz de decir que no.
Y estudiará medicina porque su padre médico así lo quiere, aunque en realidad lo que le gusta es la enseñanza.
Y se casará por la iglesia, sin ser creyente, para no disgustar a su madre.
Y tendrá hijos, porque es lo que toca, lo que espera todo el mundo que haga, aunque a él no le guste demasiado la idea de convertirse en padre…
En definitiva será infeliz, alejado de si mismo por intentar complacer a los demás.

Es mucho más fácil y cómodo vivir con alguien que hace siempre lo que le pedimos sin quejarse.
¿Pero donde queda la dignidad de esa persona, sea adulto o niño?
¿Acaso no tenemos todos, niños incluidos, derecho a tener nuestros propios intereses o deseos?
Si obligamos a tragar la comida a nuestros hijos, en un futuro “otros” pueden obligarlos a “tragar” con otras cosas: drogas, malos tratos, matrimonios infelices, trabajos con condiciones abusivas, etc.

Para tener hijos empáticos, entusiastas de la vida y colaboradores, basta con predicar con el ejemplo.
Si somos capaces de crear un vínculo fuerte y amoroso con ellos desde el primer día, basado en el respeto a su individualidad, los niños harán por imitación todo lo que vean hacer a sus padres, y de forma natural se integrarán en la familia y harán suyas sus normas y costumbres.
No hay que olvidar que somos seres sociales pero nuestro bien más preciado es la libertad.
Uno recoge lo que siembra y si nosotros desatendemos sus peticiones de alimento, calor, compañía, juego y consuelo cuando son pequeños y dependientes, lo lógico es que de mayores, ellos ignoren nuestros reclamos, o quizá sigan insistiendo en que les demos aquello que siguen echando en falta a pesar de haber crecido.

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