Es fundamental hablar a los bebés para que aprendan a hablar ellos a su vez. Los bebés necesitan que les hablen para que puedan asignarle un nombre a cada cosa, un nombre que luego ellos aprenderán a pronunciar y usarán
cuando quieran comunicarse con el mundo y contar a los demás lo que
sienten o piensan. Pero la adquisición del
lenguaje es lenta y gradual y no podemos dirigirnos de la misma
manera a un niño de 2 años que a uno de 4 o a otro de 6. El
vocabulario a utilizar varia y las expresiones también, lo que no
quita que vayamos introduciendo poco a poco nuevos conceptos para que el niño
los interiorice.
Con todo esto quiero decir que cuando un niño es muy pequeño puede no “entender” las razones, el porque y el porque no de lo que es conveniente o no hacer. Eso no quiere decir que no debamos intentar explicarle las cosas, pero tenemos que ser conscientes de que puede no hacernos caso porque no entiende lo que le queremos decir, así que debemos acomodar nuestras expectativas a sus capacidades y no al revés. Por todo esto puede decirse que hasta los dos años y medio o los tres, que es cuando generalmente los niños aprenden a hablar, los niños no entienden razones. ¿Y a partir de entonces qué?
Los bebés no ven más
allá de ellos mismos y sus necesidades. Cuando por ejemplo quieren
comer, quieren hacerlo y necesitan hacerlo en ese momento. No
entienden de esperas, de horarios, de rituales sociales, de momentos
propicios o no, de que existen a su alrededor otros seres con sus
propias necesidades y circunstancias. A medida que se hacen mayores
van dándose cuenta de que hay algo más allá de su propio cuerpo,
cosas que les interesan, con las que pueden interactuar y también
otras personas. Con tres años un niño puede entender muchas de las
cosas que les decimos. Puede entender las razones que les damos pero sin embargo “no
atender a ellas”, simplemente porque esas razones no se
ajustan a lo que ellos desean en esos momentos. Puede
decirse de alguna manera que siguen
siendo egocéntricos y
seguirán siéndolo durante largo tiempo y cuando sus expectativas se ven defraudadas reaccionan de manera contundente reclamando aquello que para ellos es importante en ese momento.
Estas reacciones, a ojos de los adultos desmedidas, son las rabietas y los berrinches, mas o menos frecuentes o fuertes según el carácter del niño, y
también porque no decirlo, de la actitud que adoptemos los padres
al respecto. Hay muchas teorías sobre como enfrentar las rabietas que
van de un extremo a otro, desde ignorarlos hasta abrazarlos hasta que
se les pase. Yo sinceramente no tengo muy clara cual es mi opinión
al respecto. Lo que si tengo claro es que no hay que dejar de
explicarles las cosas pensando en que son pequeños y no nos
van a entender porque creo que si lo hacen o terminarán haciéndolo si lo seguimos intentando y sobre todo que debemos
mantenernos firmes en nuestras resoluciones. Ceder para que el niño se
calle es lo peor que se puede hacer, pues consigue frenar la
rabieta pero le da a entender al niño que cuando adopta esa actitud
conseguirá siempre finalmente lo que desea, contribuyendo a que utilice la rabieta como una herramienta para obtener lo que quiere.
¿Hasta cuando duran
las rabietas? Las rabietas son parte normal del desarrollo de
los niños, una fase que suelen pasar muchos hasta que alcanzan
la madurez para aceptar las negativas de una manera más
“civilizada”. Es lo que se llama la tolerancia a la
frustración que no todos logramos adquirir plenamente, pues hay
muchos adultos que seguimos reaccionando fatal cuando las cosas no
nos salen como queremos o los demás no nos dan la razón. Por eso
rabietas podemos tenerlas cualquiera, en cualquier momento, lo
malo es cuando la rabieta se convierte en una manera habitual de
relacionarnos con los demás para conseguir nuestros objetivos.
No conozco una solución
mágica para este problema que genera mucho estrés familiar. Hay casas en las que se convive con rabietas diarias, cualquier excusa es buena
para que el niño deje escapar un torbellino de emocionalidad que desgasta al más
pintado. Quizá para el niño sea una manera saludable de sacar fuera
sus sentimientos, pero para los demás puede resultar agotador vivir
continuamente de esta manera. Creo que hay niños más dados a ello que otros
y que a veces no existen estrategias que consigan erradicar del todo
esta dinámica. Sólo se me ocurre recomendar paciencia y que
cuando sintamos que la paciencia se nos acaba nos quitemos de en
medio antes de explotar, dejando que otro adulto que esté más
tranquilo asuma el control de la situación.
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