Esta entrada la escribí hace mucho tiempo pero no llegué a publicarla porque
la consideré muy ácida. La rescato ahora esta semana en la que estoy tratando
del tema de la maternidad y sus olores.
A todas nos ha ocurrido en alguna
ocasión, que hemos dejado a nuestros hijos a cargo de alguna de sus abuelas por cualquier motivo y
al volver, nos los hemos encontrado apestando a colonia. Colonia de esa de
garrafón, de la que huele fuerte y que se compra al por mayor en las típicas y
antiguas droguerías de barrio, esas que están al borde de la extinción, por
culpa de Mariannaud, Bodybell y demás franquicias. Colonia aplicada
directamente en la cabeza, costumbre que viene de antaño, y que gracias a dios
tiende a desaparecer, pues no creo que sea nada bueno para el pelo, ni para el
cuero cabelludo, recibir esa dosis directa de alcohol, aunque sea perfumado.
Y nos preguntamos ¿era necesario? ¡Con lo bien que huelen mis niños,
así al natural!
El mío mayor de lunes a viernes
huele a “cole”; esa mezcla de baby, goma de borrar y sudor tras correr por el
patio durante el recreo. Su ropa huele a él, aunque no usa colonia alguna. El
pequeño huele a “natillitas”. Tiene un aliento muy especial y dulce, creemos
que a consecuencia de la leche materna, que aún hoy sigue tomando.
Si ellos huelen divinamente: ¿qué
es entonces lo que las motiva para hacer semejante cosa? A mí sólo se me ocurre
que debe ser algo similar a lo que hacen los perros con sus orines: marcar su
territorio. Es su manera de dejar su “marca de la casa” en los pequeños, de
hacerlos suyos aunque sólo sea de manera transitoria, haciendo que huelan de
una manera que a ellas les resulta familiar. Y es que como somos animales,
usamos el olfato de infinitas maneras aunque no seamos conscientes de ello.
Mediante el olfato reconocemos a los “nuestros”, e identificamos quienes son
compatibles con nosotros.
Las gatas, por ejemplo, rechazan
a sus crías recién nacidas, si han sido tocadas por algún humano que les ha
dejado impregnado su olor, pues esto provoca que no puedan reconocerlas como
suyas.
Nosotras, las humanas,
evidentemente no llegamos a repudiar a nuestros hijos, pero a pesar de que
ellos estén más contentos que unas castañuelas con la novedad, no podemos
evitar desear volver corriendo a nuestra casa para meterlos debajo de la ducha
y poder quitarles cuánto antes ese pestazo.
Con un cariñoso abrazo a todas las abuelas a las queremos a pesar de sus
manías (y de las nuestras).
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