Vinieron a casa mi madre
y mis hermanas y como yo no estaba para cocinar, mi madre no se
complicó e hizo un cocido completito. ¡Estaba de muerte! Sin
embargo cuando lo tomé no intuía que no era demasiada buena idea
hacerlo, más adelante os contaré porque...
Nunca olvidaré como
cenamos esa noche. Ángel estaba sentado en su trona, tenía por
entonces dos años y ocho meses. Yo me senté a su lado con Jesús al
pecho y mientras le daba la cena a los dos, a uno a cucharadas y al
otro directamente de mi cuerpo, mi madre me la daba a mí. Ella
comió más tarde. Tengo grabada en mi memoria esta, para mí, tierna
imagen, de unos cuidando de los otros. Una cadena de amor. Agradeceré
siempre a mi madre este gesto que nunca olvidaré.
Lo que tampoco olvidaré
jamás son los efectos secundarios del cocido. Mi bebé empezó a
mear literalmente sopa. ¡Sólo le faltaban los fideos! Le olía el
aliento a repollo y el pobre empezó a tener unas flatulencias
terribles. Si alguien dudaba de que lo que comemos las madres
amamantadoras pasa a la leche y modifica su sabor y su olor, aquí
estamos Jesús y yo para constatar que es una realidad como la copa
de un pino. Pasó un par de días malos con muchos gases, bueno mejor
dicho pasamos, pues él se los tiraba pero yo, que lo tenía todo el
rato en brazos, no podía escapar del olor.
Debido a esta anécdota,
Jesús recibió el mote cariñoso durante una temporada de
“chico-garbanzo” :)
Fue una Nochevieja de lo
más original. La mejor de todas a pesar de no tomar langostinos,
uvas ni champán.
FELIZ AÑO NUEVO A
TODOS
Y RECORDAD:
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