lunes, 23 de septiembre de 2013

UNA MAÑANA DE DOMINGO CUALQUIERA

Pozuelo, Madrid. 12:45 más o menos. Estamos en una terraza casi a punto de acabarnos nuestro aperitivo. Puede que sea pronto para eso, pero resulta que ya llevamos más de 4 horas levantados... De repente empiezan a llegar hordas de gente. Acaba de terminar la misa de 12. Familias divinas salen de la Iglesia y se aproximan a nosotros para tomar también un piscolabis. Madres vestidas a la moda, bien peinadas y maquilladas. Niños monísimos con su traje de domingo. Esta claro que nosotros desentonamos allí. Vamos de sport, con la ropa pelín arrugada y ojeras por el madrugón, que no he tenido a bien disimular con corrector.
De repente, me da por pensar en que esos niños que acaban de llegar al restaurante, han estado mas de 30 minutos en una iglesia. Hemos de suponer que quietos y callados, o lo que es lo mismo, portándose bien, según lo que la mayoría de la gente llama "portarse bien". Y no puedo imaginar a los míos en esa situación. ¿Prestar ellos atención a algo que no sean dibujos animados? ¿Levantándose, sentándose o arrodillándose a la orden del cura de turno? ¿Ellos, que su deporte favorito es la “desobediencia civil”? ¿Estar tanto tiempo sin correr y sin pegarse? Probablemente a los cinco minutos de estar allí, empezarían a retorcerse, y a echar espuma por la boca, como si tuvieran al mismo demonio dentro.
Y claro, me pregunto ¿esos padres cómo lo harán? ¿Les amenazarán o chantajearan con, por ejemplo, privarles del delicioso aperitivo de después? ¿Se habrán simplemente acostumbrado, o resignado a su suerte? ¿Se abstraerán, entrando en un trance del que salen al abandonar el templo?  Yo también estuve en su lugar, pero no recuerdo qué mecanismo utilizaba para aguantar todo el oficio religioso sin colapsar.
Supongo que dependerá también del carácter de cada niño y la educación que se le brinde. Pero  creo que ese tiempo, por corto que sea, y aunque solo se produzca una vez a la semana -en el mejor de los casos-, es objetivamente, demasiado para un niño pequeño, que además no debe estar enterándose de nada de lo que ocurre a su alrededor, qué significa, ni qué objetivo tiene.
Es en momentos como este, tras hacer esta reflexión, que me alegro de no llevar a mis hijos a un colegio religioso.

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